Bueno aquí esta la portada:
y aquí el comienzo alternativo:
I.
Había un túnel oscuro y lúgubre, pero al final se veía la salida, un círculo de luz de un extraño color púrpura. Aquel lugar oscuro debería haber sido acogedor pero, por alguna razón, no lo era, era horrible, y deseaba salir de allí cuanto antes, escapar…
Salió al exterior, temeroso. Ante él se extendía un amplio desierto que parecía infinito, un desierto de arenas rojizas y sombras extrañas, en un mundo envuelto en una luz sobrenatural del color de la sangre.
Gimió, aterrado. Algo no iba bien. Alzó la cabeza hacia el cielo y vio algo terrorífico, algo que…
Jack lanzó una exclamación ahogada y abrió los ojos, sobresaltado. Se incorporó un poco sobre la cama, respirando entrecortadamente y sintiendo en el pecho los alocados latidos de su corazón.
Poco a poco se fue calmando.
Otra vez aquel maldito sueño. Jack no sabía qué representaba ni qué significaba. Había supuesto que se trataba del recuerdo de algo que habría visto alguna vez en televisión, pero no lograba evocarlo con más detalle. En cualquier caso, resultaba angustioso.
El despertador comenzó a sonar, y Jack alargó la mano para apagarlo. Desafiando al frío, apartó el cobertor y se levantó de la cama. Descalzo, sin encender la luz siquiera, salió de la habitación y entró en el cuarto de baño. Antes de enjuagarse la cara se miró al espejo. Éste le devolvió la imagen de un muchacho de catorce años, rubio, despeinado, de ojos verdes que parpadeaban por culpa de la luz. Bostezó. No dejó de notar que estaba pálido y ojeroso. “Esa condenada pesadilla…”, se dijo. Se lavó la cara, pero no se sintió lo bastante despejado. Tal vez le vendría bien una buena ducha de agua fría.
Cuando, momentos después, bajó a la cocina con el pelo húmedo, ya había recogido y ventilado su habitación y estaba preparado para salir. Su perro Jocker, un precioso pastor alemán, le saludó con entusiasmo, y Jack le hizo una carantoña. Se volvió entonces hacia su madre, que estaba sentada a la mesa, envuelta en un grueso batín, y no tenía buen aspecto.
—Buenos días, mamá. ¿Cómo va ese resfriado?
Por toda respuesta, ella le dirigió una mirada crítica.
—Oh, Jack, lo has vuelto a hacer —suspiró.
Jack esbozó una sonrisa de disculpa y se acercó a la licuadora para hacer zumo de naranja.
—Lo siento, lo necesitaba. De verdad.
—Sólo a ti se te ocurre ducharte con agua fría con este tiempo. ¡Por Dios, está nevando ahí fuera! Un día cogerás una buena pulmonía y entonces…
Jack no dijo nada, pero frunció levemente el ceño. Ambos sabían que, en sus catorce años de vida, el chico jamás había sufrido ni un simple resfriado. En golpes, caídas y fracturas de huesos era un experto, pero, como decía su médico de cabecera, parecía que los virus le tenían alergia, porque Jack no sabía lo que era padecer una enfermedad en sus propias carnes. Por eso se sentía preocupado cada vez que alguien cercano a él caía enfermo. Preparó el desayuno para su madre y para él y se sentó a su lado.
—¿Aún te duele la garganta? —quiso saber.
—No tanto como ayer… ¡atchís!
—Cuídate, mamá… no pensarás ir hoy a trabajar, ¿verdad?
—Jack, he de hacerlo… La vaca de los Jensen está a punto de parir. Yo tengo que estar allí.
—Pueden llamar a un veterinario de la ciudad.
—Nadie conoce a la vieja Lise como yo…
—Tú sí que eres incorregible… ¿dónde está papá? —preguntó Jack, mirando a su alrededor.
—Durmiendo. Anoche se acostó muy tarde, acabando un trabajo.
El padre de Jack trabajaba en casa, desde el ordenador de su despacho. Eso significaba que podía dedicar tiempo a la granja donde vivían y que Jack lo veía a menudo, pero también tenía algunos inconvenientes: como no tenía horario fijo, podía presentársele trabajo urgente a cualquier hora del día… o de la noche.
—No puedo llevarte al colegio hoy, Jack.
—No importa. Cogeré la bici.
—Ten cuidado…
—Descuida.
Jack terminó de desayunar, cogió sus cosas y salió al exterior.
Le recibió una fría mañana invernal. Había dejado de nevar, pero el paisaje estaba totalmente cubierto de nieve. Jack respiró profundamente el aroma de la naturaleza. Sintió que el gato gris se restregaba contra sus piernas, y enseguida oyó el gruñido de Jocker sugiriéndole al animal que se apartara del muchacho y le dejara sitio a él. Jack acarició el peludo lomo del perro.
—Celoso, más que celoso…
Se dirigió al cobertizo donde guardaba su bicicleta de montaña. Momentos más tarde pedaleaba carretera abajo en dirección a Copenhague.
Mientras descendía sintiendo el aire gélido acariciándole el rostro, notó que una extraña angustia comenzaba a crecer en su interior. Trató de controlarse.
Estaba acostumbrado a ello. Si bien la granja de sus padres estaba situada a las afueras de la ciudad, tenía que bajar a ella todos los días para ir a clase. No era el trayecto lo que le molestaba.
Era, sencillamente, la ciudad.
A Jack le fascinaban los sitios grandes, el ruido, el tumulto. Pero sólo al principio. A medida que pasaba el rato comenzaba a sentirse atrapado, asfixiado…
Su padre era de origen inglés, pero su madre era danesa; la familia había viajado mucho debido a los sucesivos destinos de él, hasta que decidió abandonar la empresa para la que trabajaba y establecerse por cuenta propia. A Jack no le había molestado llevar aquella vida errante, porque era capaz de adaptarse a cualquier sitio y hacer amigos enseguida.
Después no le importaba perderlos ni echaba de menos lo que había dejado atrás. Se preguntaba de quién habría heredado aquella absoluta incapacidad para echar raíces en algún lado. Sus padres eran felices en la granja, y Jack reconocía que aquel lugar en plena naturaleza era el mejor sitio posible para instalarse, pero aun así, comenzaba a sentirse atrapado, y sobre todo en el colegio, en Copenhague.
Respiró hondo y trató de conjurar aquella inexplicable melancolía que lo abrumaba de vez en cuando. Jack era un muchacho activo, alegre y optimista, pero los que lo conocían bien sabían que a veces se quedaba callado, serio y distante, perdido en sus pensamientos, y un destello de tristeza brillaba en sus ojos verdes…
Ni siquiera él sabía a qué se debía. Cuando le preguntaban a respecto movía la cabeza y decía, simplemente, que era una sensación extraña, de “no encajar”.
—¿No encajar, dónde? —le había preguntado su padre—. ¿En el colegio, en la ciudad, en el país…?
Pero Jack siempre se encogía de hombros.
Nadie hubiese dicho de él que “no encajaba”. Sacaba notas aceptables en el colegio y, según su tutor, aún habrían sido mejores si no tuviese “la cabeza tan llena de pájaros”. Le gustaba salir, viajar, hacer deporte… Tenía un grupo de amigos con los que quedaba todos los fines de semana, ya fuese para jugar a tenis, para hacer excursiones, para ir al cine o para salir por la noche. La gente lo apreciaba porque era simpático, sincero y leal. La vida le sonreía.
Pero había algo…
Suspiró y trató de apartar aquellos pensamientos de su mente. Se sentía más cómodo pensando en el aquí y el ahora, y no en una vaga melancolía sin causa conocida.
Mientras se internaba con la bici por las calles de la ciudad, se obligó a sí mismo a olvidarse de las pesadillas y del “no encajar”. Y justamente entonces recordó que le esperaba un examen de matemáticas a primera hora.
Detuvo la bici ante un semáforo en rojo y se frotó los ojos con cierto cansancio. ¿Cómo era posible que se hubiese olvidado del examen?
Un coche le pitó, y Jack alzó la mirada. El semáforo ya estaba en verde. De mala gana, siguió adelante.
Al entrar en el patio del instituto sintió de pronto una extraña inquietud. Sacó la cadena de la bici y miró a su alrededor con el ceño fruncido. Todo parecía normal… Entonces, ¿qué era lo que le daba tan mala espina? “Paranoias”, se dijo a sí mismo. Encadenó la bicicleta y se echó la mochila al hombro.
Unos compañeros de clase le saludaron; Jack sonrió y se dispuso a unirse a ellos. Sin embargo, antes de entrar en el edificio, no pudo evitar una última mirada atrás.
Durante todo el día tuvo el presentimiento, totalmente irracional, de que algo marchaba horriblemente mal. Incluso llamó a casa a mediodía para comprobar que sus padres estaban bien. Algo desconcertado, su padre le dijo que todo iba perfectamente y que incluso su madre parecía estar mejor del resfriado.
Por alguna razón, esto no tranquilizó a Jack.
Cuando volvió a coger la bicicleta por la tarde para subir a la granja, aquel sentimiento se había hecho insoportable.
Empujó la bici por la acera, pensativo y preocupado. Al doblar una esquina casi tropezó de bruces con alguien.
—Lo siento —murmuró, pero se quedó helado de repente.
Alzó la mirada. Ante él se hallaba un chico algo mayor que él, vestido de negro. Era delgado y fibroso, de facciones angulosas y cabello castaño claro, muy fino y liso, que le caía a ambos lados del rostro. Sus ojos azules se clavaron en él, inquisitivos.
Jack sintió una súbita repulsa hacia él. Era la primera vez que se encontraban, de eso estaba seguro, pero no podía evitar sentir una profunda aversión hacia aquel extraño muchacho, como si el mero hecho de estar cerca de él le produjese escalofríos.
Reprimió un estremecimiento.
—¿Me dejas pasar? —preguntó, controlándose.
El otro no dijo nada, pero tampoco se apartó. Jack lo miró a los ojos.
Y de pronto sintió algo extraño, una sacudida, como si algo se hubiese introducido en su interior y estuviese explorando sus más secretos pensamientos y sus más íntimos sentimientos.
Y otra cosa.
Frío.
Jack se quedó paralizado, hechizado por la mirada del joven de negro.
—¡Jack!
El embrujo se rompió. Jack sacudió la cabeza y se volvió rápidamente. Junto a él estaba una chica de su instituto. La conocía. Se llamaba Hilde y estaba en su grupo de prácticas de química.
—Te has dejado esta libreta en el laboratorio —dijo ella tímidamente, sonrojándose un poco—. Oye, ¿te encuentras bien?
Jack se había apoyado contra el muro, pálido como un muerto, y temblaba como un flan.
—No… yo… —murmuró.
Cerró los ojos un momento. Sentía que se mareaba. ¿Qué diablos le había pasado?
Se dio la vuelta.
El chico de negro ya no estaba. Había desaparecido tan rápida y silenciosamente como había llegado.
—¿No lo has visto? —preguntó a Hilde bruscamente.
—¿El qué?
—Él…. Un chaval de nuestra edad, más o menos… vestido de negro… con ojos azules…
No lograba evocar su rostro, pero recordaba con espantosa claridad aquellos ojos azules cuya mirada quemaba como el hielo.
—No he visto a nadie —Hilde lo miró, inquieta—. Estás aquí solo, Jack.
Jack no dijo nada. Seguía temblando. Sin mirar a Hilde siquiera, cogió la libreta que le tendía, montó en su bici y salió pedaleando calle abajo, a toda velocidad.
La chica se quedó sola sobre la acera, ligeramente molesta.
—Qué maleducado —murmuró para sí misma.
Cuando dejó atrás la ciudad y enfiló por la carretera de vuelta a la granja, pedaleando a toda velocidad, Jack dejó de tener miedo. Todavía sentía escalofríos cuando pensaba en aquel extraño muchacho, pero su sexto sentido le decía que, de momento, él no andaba cerca.
Ahora otro tipo de sentimientos turbaban su interior.
Su familia.
No habría sabido decir por qué, pero, de alguna manera, intuía que ellos estaban en peligro.
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