miércoles, 23 de septiembre de 2009

Primeros Capitulos

Hola! .. bueno para los que no han leido el libro aqui les tengo los primeros capitulos de cada uno .. :) .. Ademas si se leyeron el primero o el segundo y quieren tener alguna idea de lo que vienes despues, también traigo los otros capitulos .. suertee

Memorias de Idhun I : La Resistencia


I . JACK

Era ya de noche, una noche de finales de mayo, y un chico de trece años subía en bicicleta por una carretera comarcal bordeada de altas coníferas, de regreso a su casa, una granja junto a un pequeño bosque.
Se llamaba Jack. Hacía ya un par de años que vivía con sus padres en aquella granja a las afueras de Silkeborg, una pequeña ciudad danesa, y todas las tardes, al salir de clase, si el tiempo lo permitía, efectuaba aquel trayecto en bicicleta. Le gustaba hacer ejercicio y, además, el recorrido junto al bosque lo relajaba y apartaba de su mente todas las preocupaciones.
Pero, por alguna razón, aquella vez era diferente.
Llevaba todo el día teniendo una extraña intuición con respecto a su casa y sus padres. No habría sabido decir de qué se trataba, pero tampoco había podido evitar llamar a su madre a mediodía, para asegurarse de que los dos estaban bien, y lo había encontrado todo en orden. Sin embargo, apenas un rato antes, al salir del colegio, había sentido que aquel molesto presentimiento que lo había acosado durante todo el día regresaba con más fuerza. Sin ningún motivo aparente, intuía que su familia estaba en peligro. Y sabía que era absurdo, sabía que no tenía una explicación racional para aquella sensación, pero no podía evitarlo. Tenía que llegar a casa cuanto antes y comprobar que todo marchaba bien.
Cuando llegó a la granja por fin, el corazón estaba a punto de estallarle del esfuerzo. Dejó la bicicleta tirada junto al cobertizo, sin preocuparse por guardarla, y corrió hacia la entrada.
Se detuvo de pronto, con el corazón latiéndole con fuerza.
Joker, su perro, no había acudido a recibirle, como todos los días. Tampoco se oían sus ladridos desde la parte posterior de la granja. “Habrá ido al bosque”, se dijo Jack, tratando de calmarse.
No pudo evitarlo, sin embargo. Echó a correr de nuevo hacia la puerta de la casa. La halló entreabierta y entró.
Algo le detuvo.
En apariencia, todo parecía normal. La luz del salón estaba encendida, se oía el murmullo apagado del televisor.
Pero se respiraba un ambiente extraño.
Temblando, entró en el salón. Su padre estaba sentado en el sofá, frente al televisor, de espaldas a él. Podía ver su cabeza descansando sobre el respaldo.
—Papá…
No hubo respuesta. En la televisión ponían un estúpido programa de imitadores de cantantes famosos, y Jack se aferró desesperadamente a la idea de que era lógico que su padre se hubiese quedado dormido.
Rodeó el sofá y, tras un breve instante de vacilación, miró a su padre a la cara.
Estaba inmóvil, pálido, con los ojos abiertos de par en par, desenfocados, mirando a ninguna parte. No había ninguna señal de sangre o violencia en su cuerpo.
Pero Jack supo que estaba muerto.
Algo golpeó su conciencia con la fuerza de una pesada maza. Por un momento el tiempo pareció detenerse, y su corazón, con él; pero de inmediato el mundo a su alrededor se tambaleó y empezó a girar a una velocidad abrumadora. Se abalanzó hacia su padre y lo sacudió varias veces, tratando de hacerlo reaccionar. En el fondo sabía que era inútil, pero, simplemente, no quería creerlo.
—¡Papá! Papá, por favor, papá, despierta…
Su voz se quebró con un sollozo aterrorizado. De pronto pensó que tal vez no era demasiado tarde, que tenía que llamar a una ambulancia, y quizá… corrió hacia el teléfono y descolgó el auricular.
Pero no había línea. Jack colgó el teléfono con violencia, rabia y desesperación; se secó las lágrimas con la manga del jersey, dio media vuelta y se precipitó escaleras arriba.
—¡Mamá! —gritó—. ¡Mamá, baja corriendo, trae el móvil!
Tropezó en un escalón y cayó, golpeándose las rodillas, pero eso no lo detuvo. Se levantó de nuevo y siguió corriendo:
—¡¡Mamá…!!
Enmudeció de pronto, porque había alguien al fondo del corredor. Alguien que no era su madre. Frenó en seco, desconcertado. Los dos se miraron un momento.
Se trataba de un hombre de ojos de color avellana y rasgos delicados, pero expresión dura y ligeramente burlona. Vestía algo parecido a una túnica que le llegaba por los pies, y tenía el cabello oscuro y encrespado.
—¿Quién… quién es usted? —murmuró Jack, confuso y todavía con los ojos llenos de lágrimas.
Algo atrajo su atención, sin embargo. Sobre el parquet, a los pies del individuo de la túnica había un bulto inerte. Jack lo reconoció, y sintió que las piernas le temblaban; tuvo que apoyarse en la pared para no caerse.
Era su madre, que yacía en el suelo, pálida, con la cabeza vuelta hacia él y los ojos abiertos.
Jack sintió que la sangre se le congelaba en las venas. Aquello no podía estar sucediendo…
Pero no había duda. La mirada de su madre era vacía, inexpresiva.
Sus ojos estaban muertos.
—¡¡¡Mamááá!!! —gritó el chico, fuera de sí.
Echó a correr hacia ella, sin importarle para nada la presencia del hombre de pelo negro…
Todo sucedió muy deprisa. El desconocido gritó unas palabras en un idioma que Jack no conocía (pero que, de pronto, le sonó extrañamente familiar) y algo golpeó al chico en el pecho, dejándolo sin aliento, y lo lanzó hacia atrás.
Jack chocó contra la pared y sacudió la cabeza, aturdido y respirando con dificultad. No tenía ni idea de qué era lo que lo había empujado con tanta violencia; el individuo de la túnica estaba aún lejos de su alcance cuando aquel lo-que-fuera lo había lanzado contra la pared.
Pero no se detuvo a pensar en ello. El golpe lo devolvió a la realidad.
Se dio cuenta de que, muy probablemente, aquel estrafalario individuo era el responsable de la muerte de sus padres; y una parte de sí mismo, que estaba oculta y dormida y solo despertaba en ocasiones puntuales, y que, sin embargo, Jack conocía muy bien, aullaba de dolor, ira y sed de venganza.
Por otro lado, sabía que lo más prudente era dar media vuelta y echar a correr, escapar, avisar a la policía….
Por suerte para él, logró dominar su ira y dejar paso a la sensatez. Se puso en pie de un salto, reaccionando más deprisa de lo que su oponente había previsto. Echó a correr en dirección a las escaleras y lo oyó gritar a su espalda, pero no se detuvo. Bajó a todo correr; en su precipitación, tropezó de nuevo y cayó rodando hasta el salón.
Pero, cuando estaba a punto de levantarse, sintió una presencia gélida tras él, y se estremeció, sin poderlo evitar. Se volvió lentamente…
Ante él se hallaba un chico algo mayor que él, vestido de negro. Era delgado y fibroso, de facciones angulosas y cabello castaño claro, muy fino y liso, que le caía a ambos lados del rostro. Sus ojos azules se clavaron en él, inquisitivos.
Era la primera vez que se encontraban, de eso Jack estaba seguro, pero, por alguna razón, no pudo evitar sentir una súbita repulsa hacia él, como si el mero hecho de estar cerca de aquel desconocido le produjese escalofríos.
Reprimió un estremecimiento y lo miró a los ojos.
Y de pronto sintió algo extraño, una sacudida, como si algo se hubiese introducido en su interior y estuviese explorando sus más secretos pensamientos y sus más íntimos sentimientos.
Y otra cosa.
Frío.
Jack se quedó paralizado, hechizado por la mirada del joven de negro.
“Te estaba buscando”, se oyó una voz en su mente.
Y, en aquel mismo instante, Jack supo, de alguna manera, que iba a morir, como lo sabe la mosca que queda atrapada en la telaraña, como lo sabe un ratón que se topa con la mirada de una serpiente.
Pero entonces algo tiró de él y lo arrojó a un lado con violencia, apartándolo del muchacho de negro. Jack cayó al suelo, sobre la alfombra, sacudió la cabeza y se giró para ver qué estaba pasando y quién lo había alejado de la mirada de la muerte.
Su salvador era un joven de unos veinte años, alto y musculoso, de cabello castaño corto y expresión grave y severa, que había aparecido de la nada, interponiéndose entre Jack y el otro muchacho. Había algo en él que imponía respeto, a pesar de las extrañas ropas que vestía. El chico de negro lo miró impasible, pero adoptó una postura de serena cautela. Y entonces, ante la atónita mirada de Jack, el recién llegado sacó una espada del cinto y le plantó cara a su oponente. El de negro pareció aceptar el desafío, porque extrajo su propia espada de una vaina que llevaba sujeta a la espalda y paró el golpe de su contrincante con una rapidez y una agilidad casi sobrehumanas. Jack, paralizado de terror, se quedó mirando cómo aquellos dos desconocidos iniciaban un duelo de espadas en el salón de su propia casa. Volcaron la mesa del comedor, desgarraron las cortinas, destrozaron el televisor con una estocada que no dio en el blanco. Jack asistía impotente a aquel estropicio, pero no se atrevía a moverse. El joven recién llegado se movía con seguridad y serenidad, y los golpes que descargaba eran más fuertes; pero el muchacho de negro era mucho más rápido, ágil, silencioso y letal. Jack se dio cuenta de que, cada vez que las dos espadas se encontraban, una especie de destello sobrenatural brotaba de sus filos.
Aquello no era real, era una pesadilla, no podía estar pasando. Quiso gritar, pero entonces alguien tiró de él y le tapó la boca.
Jack sintió que se mareaba. Su primer impulso fue tratar de deshacerse del abrazo, pero no lo logró. Se volvió y vio que su captor era un chico delgado de unos dieciocho o diecinueve años, de cabello negro, grandes ojos oscuros, facciones agradables y gesto serio. Jack quiso librarse de él, pero el joven era más fuerte. Lo miró a la cara y le dijo que no con la cabeza, y Jack entendió que era un amigo y estaba allí para ayudarlo. Lo agarró por los brazos con desesperación.
—Por favor —sollozó—, por favor, ayudadme… mis padres…
Pero el joven sacudió la cabeza, y le dijo algo en otro idioma, y Jack comprendió que hablaban lenguas distintas. Se volvió para señalar el sofá donde yacía el cuerpo de su padre, pero al final giró la cabeza con brusquedad porque no se atrevía a mirar.
Mientras tanto, los otros dos seguían con su particular duelo de esgrima, y el individuo de la túnica, el asesino de los padres de Jack, se había asomado a lo alto de la escalera. El muchacho que sujetaba a Jack se dio cuenta de ello. Gritó algo y su compañero asintió y retrocedió hasta él. El chico de negro corrió tras él y descargó la espada sobre ellos, justo cuando su oponente agarraba del brazo a su amigo.
Jack sintió unos dedos clavándose dolorosamente en su antebrazo y lo último que vio antes de que todo empezase a dar vueltas fueron unos gélidos ojos azules…



Memorias de Idhun II : Tríada

PRÓLOGO

La serpiente entornó sus ojos irisados, pero no hizo el menor movimiento ni denotó ninguna emoción especial cuando dijo telepáticamente:
“Ya están aquí”.
—Lo sé —respondió en voz baja Ashran, el Nigromante, desde el otro extremo de la habitación. Estaba asomado al ventanal, como solía, contemplando la salida de la tercera de las lunas por el horizonte de su mundo.
La serpiente alzó la cabeza y desenroscó lentamente su largo cuerpo anillado. Era inmensa, y ni siquiera había desplegado las alas. Cada escama de su cuerpo irradiaba un poder misterioso y letal, un poder ante el que cualquier mortal temblaría de terror. Pero Ashran, el Nigromante, no era un hombre corriente.
Tampoco aquella era una serpiente corriente, ni siquiera entre las de su raza. Se trataba de Zeshak, el señor de los sheks, la más poderosa de las serpientes aladas.
“El dragón y el unicornio”, enumeró. “Dos hechiceros: un humano y una feérica. Y un caballero de Nurgon, medio humano, medio bestia”.
—Deben de formar un grupo singular —sonrió Ashran—. Tengo ganas de verlos en acción. Pero eso no es todo, ¿verdad? Hay una sexta persona.
Hubo un breve silencio.
“El traidor está con ellos”, dijo Zeshak con helado desprecio. “Ese a quien llamabas tu hijo es ahora el sexto renegado de la Resistencia”.
Ashran hizo caso omiso del tono irritado de su interlocutor. Desde que Kirtash los había traicionado, ningún shek había vuelto a pronunciar su nombre.
—Sé que quieres verlo muerto —dijo el Nigromante—. Y tendrás esa satisfacción. Pero el dragón y el unicornio son más importantes ahora.
Zeshak no dijo nada, pero Ashran percibió su escepticismo.
—La profecía se está cumpliendo —le espetó el hechicero—. ¿O es que crees poder luchar contra el destino?
“No existe el destino”, replicó el shek. “Los dragones nos condenaron a vagar por los límites del mundo durante toda la eternidad, y míranos, estamos aquí. Somos dueños absolutos del planeta, y de nuestro propio destino. Y hemos acabado con todos los dragones”.
—No con todos —le recordó Ashran.
En los ojos tornasolados del shek brilló un breve destello de ira.
“Y, a pesar de todo, los sheks deseamos más la muerte del traidor que la de ese dragón que se nos ha escapado”.
—Pero, en cuanto os topéis con él, volveréis a sucumbir al odio —sonrió Ashran—. Como ha sido siempre. Un dragón, aunque sea uno solo, aunque sea el último, sigue siendo un enemigo peligroso.
El shek dejó escapar un airado siseo.
“¿Cómo es posible que consideres peligroso a un dragón que está tan contaminado de humanidad?”.
—¿Cómo es posible que los subestimes, Zeshak? No son criaturas corrientes. Son parte de una profecía, y detrás de las profecías está la mano de los dioses.
“Entonces, no deberías haberlos dejado volver”, opinó Zeshak.
Ashran se encogió de hombros.
—En la Tierra habrían quedado lejos de mi alcance. Además, hiciera lo que hiciese, mientras pudieran refugiarse en Limbhad estarían a salvo. —Alzó la cabeza para clavar en la serpiente la mirada de sus ojos plateados—. Ahora ya no lo están.
“Siempre pueden volver atrás”.
—No —replicó Ashran—. Ya no pueden... pero todavía no lo saben.
Zeshak asintió lentamente.
“Ya veo”, dijo. “Si es verdad que esa profecía puede cumplirse, si es cierto que pueden derrotarnos, no deberías enfrentarte a ellos. Ahora están aquí, en Idhún. Ahora nosotros, los sheks, podemos encargarnos de aplastar a la Resistencia”.
Ashran meditó la propuesta. En virtud de un antiguo conjuro, hacía siglos que ni los sheks ni los dragones podían atravesar la Puerta interdimensional hacia la Tierra. Por eso los hechiceros renegados de la Torre de Kazlunn, aquellos que se oponían al poder del Nigromante, se habían visto obligados a enviar allí solo los espíritus del dragón y el unicornio de la profecía, para que se reencarnasen en cuerpos humanos. Por eso el propio Ashran había tenido que mandar tras ellos a Kirtash, una criatura híbrida, un shek camuflado en el cuerpo de un muchacho que, desgraciadamente para ellos, había conservado buena parte de sus emociones humanas y había acabado por unirse a sus enemigos.
Pero ahora, ellos estaban en Idhún, habían acudido allí a presentar batalla. Nada impedía a los sheks atacarles en su propio terreno.
—¿Sabes dónde están? —preguntó.
Los ojos de la serpiente presentaron, por un momento, un cierto brillo siniestro.
“Sé dónde están. Un solo mensaje telepático mío, y mi gente atacará”.
Ashran asintió.
—Quizá no podáis vencerles —dijo sin embargo.
El shek se envaró, ofendido. No dijo nada, pero dejó que Ashran notara su irritación.
—Hay una extraña fuerza en su interior. Mira esta torre, Zeshak. No era más que un edificio muerto y abandonado, y ahora rebosa poder por los cuatro costados. Y eso lo hizo la muchacha… ella sola. No es solo un unicornio. Es el último unicornio, toda la fuerza de su raza reside en ella.
Percibió el resentimiento de Zeshak, y supo lo que estaba pensando. El shek había sido partidario de acabar con la vida de la joven que se hacía llamar Victoria al hacerla prisionera, pero Ashran había optado por utilizar su poder… y aquella chica, cuyo cuerpo albergaba el espíritu del último unicornio, había acabado por escapar de ellos. Ahora ella y su compañero, el último dragón, eran lo único que amenazaba la estabilidad de su imperio.
—También el dragón será un adversario temible, en cuanto aprenda a emplear su poder.
“Entonces, debemos acabar con ellos antes de que eso suceda”
—Llevamos más de quince años intentando acabar con ellos, Zeshak. Y no lo hemos conseguido.
“¿Estás empezando a pensar que no podemos evitar el cumplimiento de la profecía?”, siseó Zeshak en su mente.
—No; estoy empezando a pensar que no hemos seguido la estrategia adecuada.
La serpiente no dijo nada, pero clavó en el Nigromante sus hipnóticos ojos tornasolados, esperando una explicación.
—Desgraciadamente, Zeshak, no los conozco tanto como quisiera. Conozco bien a Kirtash, mucho mejor de lo que él mismo cree; empiezo a conocer a Victoria, porque tuve ocasión de tratar con ella, y creo que puede ser una pieza importante para mis planes futuros, aunque ella no lo sepa. Pero el muchacho, el dragón, sigue siendo un completo extraño para mí. Y eso no me gusta. Ahora que están aquí, en Idhún, voy a tener ocasión de observarlos, de estudiarlos, de conocerlos y comprenderlos... y de encontrar su punto débil.
Zeshak lo miró, con la boca entreabierta, dejando ver su larga lengua bífida. Casi parecía que se reía.
“Estrategia básica shek”, comentó.
Ashran asintió.
—De todas formas, no me opongo a que vosotros ataquéis primero. Pocas cosas pueden escapar a la mirada de un shek, y sospecho que, vayan a donde vayan, terminaréis por encontrarlos. Quizá logréis acabar con ellos entonces, con uno solo de ellos, al menos, y entonces no habrá más que hablar. Pero, si fracasáis, al menos habré tenido la ocasión de estudiar a la Resistencia con más detalle, y puede que para entonces ya se hayan confirmado mis sospechas.
El shek entrecerró los ojos y aguardó a que el Nigromante siguiera hablando. Ashran lo miró y sonrió.
—Tal vez —dijo el hechicero con suavidad— la clave para su destrucción no esté en nosotros, sino en ellos mismos.
Zeshak comprendió. Lentamente, su rostro de reptil esbozó una sinuosa sonrisa.


Memorias de Idhun III : Panteón


I. PIEDRA Y HIELO


La magia no era suficiente.
Se había dado cuenta muchos días atrás, pero simplemente no había querido creerlo. Por pura obstinación había seguido su marcha hacia el norte, siempre hacia el norte, aun cuando ni todos los hechizos térmicos eran ya capaces de mantener su cuerpo caliente, aun cuando hacía ya días que su montura había caído sobre la nieve, abatida por el frío y la inanición.
Pero él había continuado su viaje, cojeando, ajeno a todo esto, sin ser apenas consciente de lo que sucedía a su alrededor. Sabía que estaba ya muy cerca, lo intuía. Los conjuros localizadores no podían equivocarse.
Y, no obstante...
Se detuvo un momento, aterido de frío, tiritando. Se pasó la lengua por los labios amoratados y miró en torno a sí, desorientado. La ventisca confundía sus sentidos; la cortina de nieve le impedía ver qué había más adelante, y el sordo sonido del viento lo aturdía sin piedad. Buscó algún punto de referencia, pero ni siquiera fue capaz de distinguir los picos de las montañas en la oscuridad.
No tenía ya fuerzas para abrir un túnel seco entre la tormenta de nieve. La magia lo abandonaba poco a poco, y ya apenas conseguía mantener su cuerpo caliente.
Cuando fue consciente de que tenía frío, comprendió de pronto que, si el hechizo térmico ya no funcionaba, ningún otro lo haría tampoco. Tenía que detenerse, descansar en algún sitio, buscar un refugio. Se volvió hacia todos lados, pero sólo el viento y la nieve respondieron a su muda petición de auxilio. Se echó sobre las manos el poco aliento que le restaba y siguió caminando, abriéndose paso a duras penas por la helada tierra de Nanhai.
Volvió a detenerse unos metros más allá, sin embargo. Sus sentidos de mago le alertaban de un peligro indefinido oculto en algún lugar de la tormenta. O tal vez su intuición, al igual que su magia, le estaba fallando también.
Apenas tuvo tiempo de preparar un hechizo de protección antes de que la bestia se le echara encima.
El mago ahogó una exclamación y pronunció instintivamente las palabras de un conjuro defensivo; pero nada sucedió. La chispa de su magia no prendió, su poder no acudió a su llamada.
Tuvo apenas un instante para echarse a un lado y rodar sobre la nieve, tratando de alejarse del animal, pese a que sabía que, una vez en el suelo, ya no tenía escapatoria. Se arrastró como pudo, pero la bestia ya cargaba de nuevo contra él. El mago dio media vuelta y alzó los brazos, para protegerse, en un movimiento instintivo completamente inútil.
Y, cuando las garras de la bestia se hundieron en su carne, el hechicero gritó de dolor y de terror, y se preguntó, por un momento, cómo era posible que hubiera llegado tan lejos para acabar de aquella manera.
La bestia coreó su grito con un gruñido. De pronto, dio un respingo, y emitió un lastimero aullido de dolor. Hizo un esfuerzo por alejarse de su víctima, pero las patas no le obedecieron. El mago lo vio echar la cabeza hacia atrás, abrir las fauces en un grito silencioso, poner los ojos en blanco... y después, la enorme bestia cayó pesadamente sobre él, muerta.
Tardó un poco en asimilar la idea de que, de alguna milagrosa manera, se había salvado. Se arrastró como pudo desde debajo del voluminoso cuerpo del animal, jadeando y sujetándose el vientre ensangrentado, dejando un rastro carmesí sobre la nieve. No quiso pensar en que, aun con la bestia muerta, en su estado sería muy difícil salir vivo de allí. Sin embargo, inmediatamente otro asunto vino a reclamar su atención.
Ante él se alzaba una figura alta y esbelta, ataviada con una capa de pieles blancas que la ventisca sacudía furiosamente. Sostenía en la mano derecha una espada cuyo filo irradiaba un suave brillo glacial. El mago levantó la cabeza hacia él, y el recién llegado le devolvió una mirada indiferente e inhumana que lo atemorizó aun más que la bestia que había estado a punto de quitarle la vida. Con todo, conocía aquellos ojos azules demasiado bien.
Intentó levantarse, pero no fue capaz. Se le nubló la vista y cayó cuan largo era sobre la nieve, a los pies de su salvador.


Despertó en un lugar cálido y acogedor. No obstante, seguía teniendo frío, mucho frío, sobre todo en el estómago. Abrió los ojos con esfuerzo, pero no pudo hacer nada más. Se sentía demasiado débil.
De pronto, un rostro de piedra apareció en su campo de visión. Lanzó una breve exclamación de sorpresa; enfocó mejor la mirada, y pudo decir, con un hilo de voz:
–¿Yber?
El gigante gruñó algo y se retiró un poco. Fue otra voz, serena e impasible, la que respondió a su pregunta.
–Se llama Ydeon.
Giró la cabeza y descubrió entonces a una silueta vestida de negro, sentada cerca de él, que lo observaba con seriedad. Parpadeó un par de veces y frunció el ceño.
–¿Kirtash? ¿Qué haces aquí?
–Salvarte la vida una vez más –respondió el joven con cierta dureza–. Algo que se está convirtiendo en una costumbre, por lo que veo. También podría preguntarte yo qué haces tú aquí, Shail. ¿Acaso me buscabas?
Shail empezaba ya a pensar con claridad.
–No eres tan importante –murmuró, molesto–. No, no te buscaba a ti. ¿Qué te hace pensar eso?
–Entonces, ¿cómo has llegado hasta aquí? Ydeon podrá decirte que no son muchos los que vienen a visitarle.
–No me metas en esto –rechinó el gigante–. Es amigo tuyo, ¿no?
–No somos amigos –replicaron los dos a la vez. Enseguida guardaron silencio, percatándose de lo absurdo de la situación.
–No me metáis en esto –repitió Ydeon–. Me voy: tengo cosas que hacer.
Se levantó para marcharse; se detuvo un momento junto a Shail.
–Toma –le dijo, tendiéndole un cuenco de sopa–. Te sentará bien.
Shail alzó la cabeza y lo miró, agradecido. Esbozó un gesto de dolor al alargar la mano hacia su bastón. Ydeon se inclinó para acercarle el cuenco.
–Fea herida, mago –comentó.
–Se curará, supongo... –empezó Shail, pero se interrumpió, al darse cuenta de que el gigante no se refería a la lesión de su estómago–. Ah, eso –dijo entonces, echando un vistazo mohíno a su pierna lisiada–. No, eso no se curará, me temo. No puede crecer de nuevo.
–Humm –dijo Ydeon, pensativo–. Nunca se sabe. Pudiera ser.
Shail no replicó. No le gustaba hablar del tema, y menos con un desconocido. Tomó el cuenco con ambas manos, porque era tan grande como un balde, y se concentró en el caldo que humeaba en su interior.
El gigante inclinó la cabeza, todavía meditabundo, y abandonó la estancia sin una palabra.
Ninguno de los dos jóvenes habló durante un rato. Christian contemplaba, absorto, el reflejo de las luces de la caldera de lava que calentaba la habitación, sentado en un rincón, con el aire aparentemente relajado que era propio de él. Shail terminó la sopa y trató de dejar el cuenco en una repisa, pero la herida no se lo permitió. Conteniendo un grito de dolor, se arriesgó a mirar hacia abajo. Le sorprendió ver que el frío que sentía no era solo una impresión suya: tenía el vientre cubierto de escarcha.
–¿Qué me has hecho? –pudo decir, con una nota de temor en su voz.
Christian no se volvió para mirarlo.
–Es una técnica shek de curación –respondió, lacónico–. La herida sanará más deprisa.
Shail tardó un poco en hablar.
–Supongo que debo darte las gracias –admitió, de mala gana.
–No te molestes. No lo he hecho por ti.
–Ya lo suponía. ¿Qué era esa bestia de la que me has rescatado?
–Un barjab. Salen a cazar por la noche, pero son lentos y pesados. No son difíciles de matar..., en condiciones normales.
–El Anillo de Hielo por poco acaba conmigo –admitió el mago tras un momento de silencio–. Mi magia ya había dejado de funcionar cuando ese animal me atacó. Si no llegas a aparecer...
–Ya te he dicho que no lo he hecho por ti –cortó Christian con sequedad–. No vuelvas a mencionarlo.
Shail lo miró, conteniendo la ira.
–Si tanto te importa Victoria, ¿por qué la has abandonado? –le reprochó.
El shek alzó la cabeza con brusquedad y lo miró fijamente, pero no respondió. Sus ojos eran un puñal de hielo, y le advertían de que no siguiera hablando; Shail, sin embargo, no se arredró.
–Victoria lo dio todo por ti, serpiente –le echó en cara–. Ahora se debate entre la vida y la muerte, y lo primero que hiciste tú en cuanto recobraste las fuerzas fue marcharte a la otra punta del mundo, bien lejos de ella.
Christian no alzó la voz, pero su tono era peligrosamente gélido cuando dijo:
–Piensa lo que quieras, mago. No voy a perder el tiempo dándote explicaciones y, además, no tengo por qué hacerlo.
–Tal vez no tengas que dármelas a mí –replicó Shail, con más suavidad–, sino a ella. ¿Qué pasará si despierta y no estás allí? O, peor aún... ¿qué pasará si no sobrevive? Si tanto la quieres, ¿por qué no estás a su lado ahora?
Christian no respondió. Shail suspiró, inquieto. Aquel joven le inspiraba sentimientos encontrados. Por un lado, había luchado a su lado en la Resistencia, había contribuido a la caída de Ashran, había arriesgado su vida por Victoria. Pero antes de eso había sido su enemigo en la Tierra durante cinco años, a lo largo de los cuales la Resistencia había tratado, sin éxito, de salvar las vidas que él iba arrebatando sin la menor compasión. Además, ya los había traicionado en una ocasión, y el propio Shail había sido testigo de cómo asesinaba a Jack en los Picos de Fuego. El milagroso e inexplicable retorno del dragón al mundo de los vivos no podía borrar el hecho de que el shek lo había matado.
–He venido hasta aquí siguiendo la pista de Alexander –dijo entonces, cambiando de tema–. ¿Has sabido algo de él?
Christian tardó un poco en responder.
–No –dijo finalmente–. Pero si está en Nanhai, los gigantes lo encontrarán.
Shail asintió y se tendió de nuevo sobre el jergón. Se sentía débil todavía; aún necesitaría mucho reposo para restablecerse por completo. Christian se levantó, con intención de salir de la estancia. Pero se detuvo en la entrada y se volvió hacia el mago.
–Ella está bien –dijo a media voz.
Shail abrió los ojos.
–¿Cómo dices?
–Que ella está bien. Estable, quiero decir. Sigue inconsciente, pero su corazón todavía late. Sigue ahí, a pesar de todo el tiempo que ha pasado. Creo que eso es una buena señal.
–¿Cómo... cómo sabes todo eso?
–Porque todavía lleva puesto mi anillo.
El anillo... Shail recordó aquella joya, que tan siniestra le resultaba. La piedra, engarzada en una serpiente de plata, parecía un ojo que espiara a todo el que posaba su mirada en ella. El mago había sabido desde el principio que aquel no era un anillo cualquiera. Siempre había sospechado que el shek controlaba a Victoria, de alguna manera, a través de él. Había tardado en aceptar el hecho de que la voluntad de Victoria, incluso con la sortija puesta, seguía perteneciéndole. Lo que la joya les proporcionaba a ambos era una suerte de comunicación sin palabras que los mantenía unidos incluso en la distancia. «Es un amuleto poderoso», se dijo Shail. Ciertamente, lo era; pero también se trataba de una prueba de afecto, de un vínculo que simbolizaba el sentimiento que, contra todo pronóstico, había enlazado los destinos de un unicornio y un shek en algún punto intermedio entre dos mundos sumidos en el caos.
Y, por un momento, Shail los envidió a ambos. Su propia relación con Zaisei, la sacerdotisa celeste, era hermosa y sincera, pero no gozaba de la intensidad del amor que se profesaban Christian y Victoria. Tampoco tenían modo de seguir comunicados cuando se separaban, al menos no de esa manera. Shail había abandonado la Torre de Kazlunn varios meses atrás. Se había despedido de Zaisei, con el convencimiento de que ella estaría segura con Gaedalu y los magos de la Orden. Pero seguía echándola de menos cada noche, soñando con el instante en que volvería a estrecharla entre sus brazos.
Perdido en sus recuerdos, Shail se sumió lentamente en un pesado sopor. No fue consciente de que Christian abandonaba la estancia, en silencio.



martes, 22 de septiembre de 2009

Principio alternativo MDI

Hola! .. hoy les traigo un principio alternativo que escrivió Lura Gallego de la Resistencia .. y ademas la portada completa del segundo comic!


Bueno aquí esta la portada:






y aquí el comienzo alternativo:

I.

Había un túnel oscuro y lúgubre, pero al final se veía la salida, un círculo de luz de un extraño color púrpura. Aquel lugar oscuro debería haber sido acogedor pero, por alguna razón, no lo era, era horrible, y deseaba salir de allí cuanto antes, escapar…
Salió al exterior, temeroso. Ante él se extendía un amplio desierto que parecía infinito, un desierto de arenas rojizas y sombras extrañas, en un mundo envuelto en una luz sobrenatural del color de la sangre.
Gimió, aterrado. Algo no iba bien. Alzó la cabeza hacia el cielo y vio algo terrorífico, algo que…


Jack lanzó una exclamación ahogada y abrió los ojos, sobresaltado. Se incorporó un poco sobre la cama, respirando entrecortadamente y sintiendo en el pecho los alocados latidos de su corazón.
Poco a poco se fue calmando.
Otra vez aquel maldito sueño. Jack no sabía qué representaba ni qué significaba. Había supuesto que se trataba del recuerdo de algo que habría visto alguna vez en televisión, pero no lograba evocarlo con más detalle. En cualquier caso, resultaba angustioso.
El despertador comenzó a sonar, y Jack alargó la mano para apagarlo. Desafiando al frío, apartó el cobertor y se levantó de la cama. Descalzo, sin encender la luz siquiera, salió de la habitación y entró en el cuarto de baño. Antes de enjuagarse la cara se miró al espejo. Éste le devolvió la imagen de un muchacho de catorce años, rubio, despeinado, de ojos verdes que parpadeaban por culpa de la luz. Bostezó. No dejó de notar que estaba pálido y ojeroso. “Esa condenada pesadilla…”, se dijo. Se lavó la cara, pero no se sintió lo bastante despejado. Tal vez le vendría bien una buena ducha de agua fría.
Cuando, momentos después, bajó a la cocina con el pelo húmedo, ya había recogido y ventilado su habitación y estaba preparado para salir. Su perro Jocker, un precioso pastor alemán, le saludó con entusiasmo, y Jack le hizo una carantoña. Se volvió entonces hacia su madre, que estaba sentada a la mesa, envuelta en un grueso batín, y no tenía buen aspecto.
—Buenos días, mamá. ¿Cómo va ese resfriado?
Por toda respuesta, ella le dirigió una mirada crítica.
—Oh, Jack, lo has vuelto a hacer —suspiró.
Jack esbozó una sonrisa de disculpa y se acercó a la licuadora para hacer zumo de naranja.
—Lo siento, lo necesitaba. De verdad.
—Sólo a ti se te ocurre ducharte con agua fría con este tiempo. ¡Por Dios, está nevando ahí fuera! Un día cogerás una buena pulmonía y entonces…
Jack no dijo nada, pero frunció levemente el ceño. Ambos sabían que, en sus catorce años de vida, el chico jamás había sufrido ni un simple resfriado. En golpes, caídas y fracturas de huesos era un experto, pero, como decía su médico de cabecera, parecía que los virus le tenían alergia, porque Jack no sabía lo que era padecer una enfermedad en sus propias carnes. Por eso se sentía preocupado cada vez que alguien cercano a él caía enfermo. Preparó el desayuno para su madre y para él y se sentó a su lado.
—¿Aún te duele la garganta? —quiso saber.
—No tanto como ayer… ¡atchís!
—Cuídate, mamá… no pensarás ir hoy a trabajar, ¿verdad?
—Jack, he de hacerlo… La vaca de los Jensen está a punto de parir. Yo tengo que estar allí.
—Pueden llamar a un veterinario de la ciudad.
—Nadie conoce a la vieja Lise como yo…
—Tú sí que eres incorregible… ¿dónde está papá? —preguntó Jack, mirando a su alrededor.
—Durmiendo. Anoche se acostó muy tarde, acabando un trabajo.
El padre de Jack trabajaba en casa, desde el ordenador de su despacho. Eso significaba que podía dedicar tiempo a la granja donde vivían y que Jack lo veía a menudo, pero también tenía algunos inconvenientes: como no tenía horario fijo, podía presentársele trabajo urgente a cualquier hora del día… o de la noche.
—No puedo llevarte al colegio hoy, Jack.
—No importa. Cogeré la bici.
—Ten cuidado…
—Descuida.
Jack terminó de desayunar, cogió sus cosas y salió al exterior.
Le recibió una fría mañana invernal. Había dejado de nevar, pero el paisaje estaba totalmente cubierto de nieve. Jack respiró profundamente el aroma de la naturaleza. Sintió que el gato gris se restregaba contra sus piernas, y enseguida oyó el gruñido de Jocker sugiriéndole al animal que se apartara del muchacho y le dejara sitio a él. Jack acarició el peludo lomo del perro.
—Celoso, más que celoso…
Se dirigió al cobertizo donde guardaba su bicicleta de montaña. Momentos más tarde pedaleaba carretera abajo en dirección a Copenhague.
Mientras descendía sintiendo el aire gélido acariciándole el rostro, notó que una extraña angustia comenzaba a crecer en su interior. Trató de controlarse.
Estaba acostumbrado a ello. Si bien la granja de sus padres estaba situada a las afueras de la ciudad, tenía que bajar a ella todos los días para ir a clase. No era el trayecto lo que le molestaba.
Era, sencillamente, la ciudad.
A Jack le fascinaban los sitios grandes, el ruido, el tumulto. Pero sólo al principio. A medida que pasaba el rato comenzaba a sentirse atrapado, asfixiado…
Su padre era de origen inglés, pero su madre era danesa; la familia había viajado mucho debido a los sucesivos destinos de él, hasta que decidió abandonar la empresa para la que trabajaba y establecerse por cuenta propia. A Jack no le había molestado llevar aquella vida errante, porque era capaz de adaptarse a cualquier sitio y hacer amigos enseguida.
Después no le importaba perderlos ni echaba de menos lo que había dejado atrás. Se preguntaba de quién habría heredado aquella absoluta incapacidad para echar raíces en algún lado. Sus padres eran felices en la granja, y Jack reconocía que aquel lugar en plena naturaleza era el mejor sitio posible para instalarse, pero aun así, comenzaba a sentirse atrapado, y sobre todo en el colegio, en Copenhague.
Respiró hondo y trató de conjurar aquella inexplicable melancolía que lo abrumaba de vez en cuando. Jack era un muchacho activo, alegre y optimista, pero los que lo conocían bien sabían que a veces se quedaba callado, serio y distante, perdido en sus pensamientos, y un destello de tristeza brillaba en sus ojos verdes…
Ni siquiera él sabía a qué se debía. Cuando le preguntaban a respecto movía la cabeza y decía, simplemente, que era una sensación extraña, de “no encajar”.
—¿No encajar, dónde? —le había preguntado su padre—. ¿En el colegio, en la ciudad, en el país…?
Pero Jack siempre se encogía de hombros.
Nadie hubiese dicho de él que “no encajaba”. Sacaba notas aceptables en el colegio y, según su tutor, aún habrían sido mejores si no tuviese “la cabeza tan llena de pájaros”. Le gustaba salir, viajar, hacer deporte… Tenía un grupo de amigos con los que quedaba todos los fines de semana, ya fuese para jugar a tenis, para hacer excursiones, para ir al cine o para salir por la noche. La gente lo apreciaba porque era simpático, sincero y leal. La vida le sonreía.
Pero había algo…
Suspiró y trató de apartar aquellos pensamientos de su mente. Se sentía más cómodo pensando en el aquí y el ahora, y no en una vaga melancolía sin causa conocida.
Mientras se internaba con la bici por las calles de la ciudad, se obligó a sí mismo a olvidarse de las pesadillas y del “no encajar”. Y justamente entonces recordó que le esperaba un examen de matemáticas a primera hora.
Detuvo la bici ante un semáforo en rojo y se frotó los ojos con cierto cansancio. ¿Cómo era posible que se hubiese olvidado del examen?
Un coche le pitó, y Jack alzó la mirada. El semáforo ya estaba en verde. De mala gana, siguió adelante.
Al entrar en el patio del instituto sintió de pronto una extraña inquietud. Sacó la cadena de la bici y miró a su alrededor con el ceño fruncido. Todo parecía normal… Entonces, ¿qué era lo que le daba tan mala espina? “Paranoias”, se dijo a sí mismo. Encadenó la bicicleta y se echó la mochila al hombro.
Unos compañeros de clase le saludaron; Jack sonrió y se dispuso a unirse a ellos. Sin embargo, antes de entrar en el edificio, no pudo evitar una última mirada atrás.


Durante todo el día tuvo el presentimiento, totalmente irracional, de que algo marchaba horriblemente mal. Incluso llamó a casa a mediodía para comprobar que sus padres estaban bien. Algo desconcertado, su padre le dijo que todo iba perfectamente y que incluso su madre parecía estar mejor del resfriado.
Por alguna razón, esto no tranquilizó a Jack.
Cuando volvió a coger la bicicleta por la tarde para subir a la granja, aquel sentimiento se había hecho insoportable.
Empujó la bici por la acera, pensativo y preocupado. Al doblar una esquina casi tropezó de bruces con alguien.
—Lo siento —murmuró, pero se quedó helado de repente.
Alzó la mirada. Ante él se hallaba un chico algo mayor que él, vestido de negro. Era delgado y fibroso, de facciones angulosas y cabello castaño claro, muy fino y liso, que le caía a ambos lados del rostro. Sus ojos azules se clavaron en él, inquisitivos.
Jack sintió una súbita repulsa hacia él. Era la primera vez que se encontraban, de eso estaba seguro, pero no podía evitar sentir una profunda aversión hacia aquel extraño muchacho, como si el mero hecho de estar cerca de él le produjese escalofríos.
Reprimió un estremecimiento.
—¿Me dejas pasar? —preguntó, controlándose.
El otro no dijo nada, pero tampoco se apartó. Jack lo miró a los ojos.
Y de pronto sintió algo extraño, una sacudida, como si algo se hubiese introducido en su interior y estuviese explorando sus más secretos pensamientos y sus más íntimos sentimientos.
Y otra cosa.
Frío.
Jack se quedó paralizado, hechizado por la mirada del joven de negro.
—¡Jack!
El embrujo se rompió. Jack sacudió la cabeza y se volvió rápidamente. Junto a él estaba una chica de su instituto. La conocía. Se llamaba Hilde y estaba en su grupo de prácticas de química.
—Te has dejado esta libreta en el laboratorio —dijo ella tímidamente, sonrojándose un poco—. Oye, ¿te encuentras bien?
Jack se había apoyado contra el muro, pálido como un muerto, y temblaba como un flan.
—No… yo… —murmuró.
Cerró los ojos un momento. Sentía que se mareaba. ¿Qué diablos le había pasado?
Se dio la vuelta.
El chico de negro ya no estaba. Había desaparecido tan rápida y silenciosamente como había llegado.
—¿No lo has visto? —preguntó a Hilde bruscamente.
—¿El qué?
—Él…. Un chaval de nuestra edad, más o menos… vestido de negro… con ojos azules…
No lograba evocar su rostro, pero recordaba con espantosa claridad aquellos ojos azules cuya mirada quemaba como el hielo.
—No he visto a nadie —Hilde lo miró, inquieta—. Estás aquí solo, Jack.
Jack no dijo nada. Seguía temblando. Sin mirar a Hilde siquiera, cogió la libreta que le tendía, montó en su bici y salió pedaleando calle abajo, a toda velocidad.
La chica se quedó sola sobre la acera, ligeramente molesta.
—Qué maleducado —murmuró para sí misma.


Cuando dejó atrás la ciudad y enfiló por la carretera de vuelta a la granja, pedaleando a toda velocidad, Jack dejó de tener miedo. Todavía sentía escalofríos cuando pensaba en aquel extraño muchacho, pero su sexto sentido le decía que, de momento, él no andaba cerca.
Ahora otro tipo de sentimientos turbaban su interior.
Su familia.
No habría sabido decir por qué, pero, de alguna manera, intuía que ellos estaban en peligro.



lunes, 14 de septiembre de 2009

Mail del Blog!

Hola a todoos!
Bueno como se que se nesesita , eh creado un mail para el blog, asi las personas que no tienen ningun blog ( los anonimos) podran enviar sus mails con comentarios. Ademas lo eh creao para que envien fotos e imagenes relacionadas con los libros.
bueno este es el mail : memoriasdeidhun.laura@hotmail.com

ATENCIÓN: ¡ SOMOS MUY POCOS! INVITEN A MAS GENTE A VISITAR EL BLOG, MIENTRASMAS SEAMOS, MUCHO MEJOR! ASI QUE PONGAMOSNOS EN CAMPAÑA DE INVITAR GENTE!!